El tema de la Última Cena de Jesús con sus discípulos, aparte de su significación mística o religiosa, ofrece un excelente atractivo para el tallado en madera, pues consiste básicamente en la representación de nada menos que 13 figuras humanas, cada una con su propia personalidad, lo que supone tallar un buen número de rostros y cuerpos en diferentes actitudes alrededor de la mesa. Todo un desafío para cualquier escultor, aunque diste mucho de ser un principiante.
Serapio, a su edad de 80 años, es ya la tercera ocasión en que se entrega al proyecto de la Sagrada Cena.
La primera vez debió ser hace más de 30 años, allá en la década de los ochenta del siglo pasado, antes de que mi madre cayera enferma. Fue por aquella época que mi padre adquirió un pequeño local con idea de convertirlo en taller y dedicarse plenamente a la talla; también realizó numerosas exposiciones y tuvo la fortuna de vender esta obra en una de ellas, concretamente en la que organizó en El Escorial, en una sala dependiente del ayuntamiento, situada en uno de esos edificios adyacentes con una traza similar a la del monasterio, aunque en realidad ignoro si son del mismo periodo —siempre he imaginado que se construyeron para albergar a la numerosa servidumbre que necesariamente habría de llevar consigo la corte que seguía a Felipe II— o si su origen es posterior.
De su experiencia escurialense le quedó un gusto agridulce, pues, si bien se alegraba por el éxito (la Sangrara Cena no fue la única pieza que le compraron), por otro lado lamentaba haberse desprendido de una talla que le había costado tanto trabajo y con la cual se sentía tan a gusto. Así pues, no tardó mucho en ponerse manos a la obra, aunque esta vez las cosas no salieron tan a pedir de boca. Por algún motivo, quizás por exceso de confianza o precipitación, a mitad de camino se dio cuenta de que tal vez se le había ido la mano quitando madera, pareciéndole entonces que la cosa tenía difícil arreglo, así que, con un sentimiento mezcla de rabia y frustración, cayó en el desánimo y abandonó el proyecto.
Con todo, tuvieron que pasar un buen número de años hasta que en el 2006, esta vez sí, por fin, diera por concluida, con fluidez y sin mayores complicaciones, la que sería su segunda versión de este tema, muy en la línea realista de la primera, insistiendo en el detalle de los rasgos anatómicos y en la expresión, aunque con algunas variantes, como en la figura durmiente de San juan; o en la de Judas, que esta vez se nos muestra de frente, con una bolsa de dinero en la mano y dando la espalda a Jesús y al resto de discípulos.
Mientras tanto, el cuadro que hoy presentamos permanecía a medio hacer, acumulando polvo y olvidado en un rincón, entre un buen número de trastos y herramientas. Hasta que hace bien poco mi padre se decidió a retomarlo, aunque, eso sí, dándole un enfoque distinto del original, simplificando líneas y volúmenes en general, con un uso más pronunciado de la línea recta y los volúmenes geométricos en los rostros de todas las figuras (fijaros, no obstante, pese a la simplificación, en que ninguno es igual) con la clara intención de otorgar al conjunto un aire diferente y más moderno. No en vano, el destino de esta obra era compartir espacio con la realizada en 2006, en la alcoba, como es tradicional, y no es cuestión de estar viendo a diario dos obras casi idénticas, frente a frente, en la misma habitación. Sea por este motivo, o por no repetirse, o por puro capricho, lo cierto es que ambas obras ya se miran enfrentadas, y a medio camino me parece a mí que sus estilos convergen y sus diversas estéticas no se rechazan.
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